Trujillo en Línea.- Próximos a celebrar la Semana Santa, del 29 de marzo al 04 de abril, los Obispos del Perú escribieron una “Carta al pueblo de Dios” para este tiempo de Cuaresma que vive el Perú frente a la pandemia del coronavirus, invitando a los fieles a compartir y vivir juntos el misterio grande de nuestra fe: la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
CARTA AL PUEBLO DE DIOS
“Sus heridas nos han curado” (Is 53,5; 1Pe 2,24).
Estimados hermanos y hermanas:
Al dirigirles la presente, los Obispos del Perú, deseamos vivamente que la gracia y la paz de Dios nuestro Padre y de Jesucristo, el Señor, habite en ustedes con todo su poder (cfr. Ef 1,2).
Estando muy próxima la celebración de la Semana Santa, nosotros, sus Pastores, nos permitimos ingresar espiritualmente a la intimidad de sus hogares, con el piadoso deseo de compartir y vivir juntos el misterio grande de nuestra fe: la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, que entregó su vida para salvarnos.
Las celebraciones de esta Semana Santa no podremos vivirlas juntos, debido a las restricciones sanitarias; pero queremos que sepan que estarán en nuestros corazones y rezaremos por ustedes, por su salud, la de sus familiares y por todas sus intenciones.
A partir de la situación actual, marcada por el sufrimiento, la angustia y la muerte, como consecuencias de la pandemia, reflexionemos juntos sobre dos ejes fundamentales de estos días santos.
1. La cruz.
Reunidos en familia, como Iglesia doméstica, contemplemos al Crucificado. Dirijamos a Él nuestra mirada de fe y descubramos, una vez más, la grandeza del amor divino. Con el evangelista san Juan, rezamos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su único Hijo, para que todo el que crea en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (3, 16). Este Cristo cubierto de heridas, “tan desfigurado”, “que no parecía un hombre” (cfr. Is 52,14), no nos asusta, tampoco nos inspira lástima, sino más bien nos atrae con la belleza de su amor extremo, pues dijo: “Cuando sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). La altura del amor es la altura de Jesús, y a esta altura nos atrae a todos, mediante la cruz. Entonces descubrimos que el amor divino tiene forma de cruz.
Hermanos, sabemos bien lo que están pasando, conocemos sus sufrimientos, sus incertidumbres y sus preocupaciones, porque estamos muy cerca de ustedes y seguiremos acompañándolos durante este tiempo de dura prueba. Sabemos de su dolor profundo por la partida inesperada de sus seres queridos; sabemos de sus angustias cuando no encuentran fácilmente oxígeno para sus enfermos; sabemos que muchos perdieron el trabajo; conocemos la necesidad y la pobreza de muchos de ustedes. Nosotros también hemos perdido a un familiar, un amigo, un hermano sacerdote, un hermano obispo. También lloramos, también sufrimos, también cargamos la cruz de cada día. Este es el largo Vía Crucis que en carne propia estamos viviendo por más de un año.
En este valle de lágrimas, cuánto bien nos hace volver nuestra mirada al Crucificado; pues, en ese diálogo con Él encontramos sentido a la vida, a la historia, a la prueba, incluso a la muerte; pero, también, encontramos inspiración para continuar en nuestro peregrinaje, con la paz en el corazón y con la confianza que Dios se ha hecho compañero de camino. Sí, tenía razón el profeta Isaías cuando dijo: “Sus heridas nos han curado” (Is. 53,5), porque la cruz de Cristo sana y salva. No es una contradicción. ¿Cómo un herido nos va a curar? La respuesta es sencilla: Aquel que murió en la cruz no es cualquier hombre, es el “Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,20).
Queridos laicos y laicas, durante este tiempo de pandemia hemos recogido hermosos testimonios de su fe inquebrantable, testimonios que ciertamente nos edifican: han cuidado sus enfermos y no han descansado hasta verlos sanos, otros no lo lograron, pero lucharon hasta el final; han corrido buscando oxígeno o buscando una cama en los hospitales para sus enfermos; han seguido trabajando a pesar del peligro de contagiarse con la esperanza de llevar el pan a casa. Y, a pesar de su limitada economía han tenido la grandeza de compartir con el necesitado. Puesta su confianza en Jesús cargan su cruz cada día. Han abrazado la cruz redentora y siguen luchando con coraje para superar los sufrimientos causados por la pandemia y por otras situaciones de la vida.
Así recibimos la Semana Santa, viviendo esta dura cuaresma, pero llevando la cruz con la frente en alto, con el corazón lleno de esperanza, porque sabemos bien en quien hemos puesto nuestra fe (cfr. 2Tm 1,12). Pero no todo queda ahí, la cruz y la muerte por sí mismas no tienen valor. Mientras avanzan los días, se va asomando una esperanza, empieza a brillar una luz: el sepulcro está vacío, la piedra ha sido movida y el corazón intuye que algo grandioso ha sucedido.
2. La resurrección.
Para el cristiano no hay gloria sin cruz, no hay resurrección sin muerte: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto” (Jn. 12, 24).
Pareciera que todo sigue igual, pero no es así. ¡Cristo ha resucitado! Y el eco de este acontecimiento, que surgió en Jerusalén hace más de veinte siglos, continúa resonando en la Iglesia, que lleva en el corazón la fe vibrante de María, la Madre de Jesús, la fe de la Magdalena y las otras mujeres que fueron las primeras en ver el sepulcro vacío, la fe de Pedro y de los otros Apóstoles.
Si bien es cierto que el aleluya pascual contrasta todavía con los lamentos y el clamor que provienen de tantas situaciones dolorosas; sin embargo, Cristo ha muerto y resucitado precisamente por esto. Cristo ha resucitado también para redimir nuestra historia de hoy. Y, desde aquel glorioso día de la resurrección, se ha quedado para siempre con nosotros en la Eucaristía: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28.20). Hermosa promesa.
En este momento de prueba “mantengamos los ojos fijos en Jesús, que inicia y lleva a la perfección la fe” (Ef 4,5). Él nos dice: “En el mundo tendrán tribulaciones, pero, ¡ánimo!, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Roguemos al Señor en esta hora que nos haga experimentar la alegría de su luz, la luz del Resucitado, representada en el cirio pascual que se mantendrá encendido durante el tiempo de Pascua, y pidámosle que nosotros mismos seamos portadores de su luz, con el fin de que, a través de la Iglesia, el esplendor del rostro de Cristo resucitado entre en el mundo e ilumine esta noche oscura de la pandemia.
¡Aleluya! ¡Cristo ha resucitado, verdaderamente ha resucitado! Felices Pascuas de Resurrección para todas las familias del Perú.
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